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Hace diez años y unos días

Publicado: 2013-03-21

“La guerra es destrucción, es la muerte para algunos, más bien para muchos. Para otros significa el florecer de su economía o la hegemonía de su poder en el mundo. Prefiero ponerme al lado de los que sufren”. Así se expresaba la mexicana Hermana María de la Luz en una entrevista que realizaba con Javier Corcuera para el documental Invierno en Bagdad a principios de marzo del 2003. Sentada en el centro de la mezquita que hay en la plaza de Al-Ferdus, frente al hotel Palestina.

La Hermana María de la Luz vestía hábito, acompañado de un chaleco vaquero del que prendían algunas insignias contra la guerra que iba recogiendo. Salió de las comunidades chiapanecas para aterrizar directamente en Bagdad. Bajita, joven y enjuta, sus ojos mostraban un brillo especial al hablar. “Dios no querrá que ocurra”. Difícil llevar la contraria a su media sonrisa, pero la providencia falló.

El domingo 9 de marzo del 2003 un grupo de palestinos había trasladado desde Amán (Jordania) hasta el hotel Cedar de Bagdad a una veintena larga de madrileños de distinta condición y origen. Una representación ciudadana de la oposición a la guerra en condición de “Brigadas Internacionales por la Paz”. Las instrucciones del viaje incluían la siguiente recomendación: “Ante la previsión de que puedan producirse ataques y que haya que desalojar el hotel o alojarse en refugios, es recomendable que cada brigadista lleve consigo saco de dormir y esterilla aislante, así como una linterna”. La propuesta era tan sencilla como estar allí, contar a los iraquíes que la sociedad civil del mundo estaba contra esa guerra y manifestar en primera línea que no se quería ni invasiones ni bombardeos.

En aquellos días en Bagdad pocos ciudadanos miraban al cielo. No era momento de distracciones. La gente iba al mercado, a la escuela, a los atascos, a la mezquita, a la iglesia, al trabajo o a la universidad. La vida no podía estar pendiente. En el aula de español de la Universidad de Bagdad, algunas estudiantes comentaban a los visitantes -entre sonrisas y vergüenzas- que estudiaban castellano por “lo guapos que son los futbolistas españoles”, otros preguntaban por Granada y los lugares comunes. Tras la ocupación estadounidense el 90% de los alumnos abandonaron los estudios universitarios.

Donde sí fijaban mucho la vista los bagdadíes era en los televisores. Ahí se podían ver en sesión continua discursos de Sadam Husein loando al glorioso ejército iraquí. Sobre el terreno parecían más bien una tropa de naipes. Apreciación más evidente incluso para un avión espía no tripulado. Esos días, allí, a pie de calle, había señales. Se permitió por primera vez en mucho tiempo la fiesta de la Ashura, que celebran los chiíes para conmemorar el martirio de Husein, nieto de Mahoma, en la batalla de Kerbala en el 680. Se hablaba de reuniones unitarias de la oposición, en las que estaban incluidos los kurdos y sectores del exilio. Se sabía de los esfuerzos del ministro Tareq Aziz, colgado al teléfono llamado a un cuerpo diplomático que, en parte, luego intentó salvarlo de una guerra que no hizo prisioneros. Se soñaba con la esperanza de que sólo fuera una pesadilla y que el final fuera evitable. Pero no.

“Puede usted estar seguro y pueden estar seguras todas las personas que nos ven, que les estoy diciendo la verdad, el régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva”. Lo apuntaba José María Aznar a un periodista pocos días antes del inicio de la barbarie, ante las cámaras de una televisión española codificada. Luego resultó que no las había ni en pintura. Lo sabían los inspectores de Naciones Unidas y lo dijeron. No se les hizo caso. George W. Bush, junto con un inglés, un español y un portugués habían fotografiado la sentencia mucho antes en las Islas Azores. Marearon la perdiz pidiendo pruebas de algo que sólo existía como excusa.

En una pantalla del abarrotado hall del hotel Palestina emitieron el cable ofrecido por las agencias: “Estados Unidos recomienda a los ciudadanos occidentales y periodistas que salgan de Irak”. Era la sentencia inequívoca, cuestión de horas. La lógica que se quería desde los ejércitos imperiales era la del periodismo empotrado, aquel que sólo dejar ver lo que sale de la mirilla del cañón desde el que te dicen que mires. Sin testimonios incómodos. Tuvieron que insistir. El cámara de Telecinco, José Couso y el fotógrafo ucraniano de Reuters, Taras Protsyuk fueron los primeros en caer. Luego vendrían más. Avisados estaban, era una declaración sin preguntas ni respuestas.

“Tenemos los mejores soldados que ha conocido la humanidad. Si hay que mandarlos a Irak para que ese régimen se desarme usaremos nuestro ingenio y tecnología para proteger las vidas inocentes de los iraquíes y lograr la paz mundial”. George W. Bush daba la señal de apunten.

El 14 de marzo se realizó una última concentración con los pacifistas que quedaban en Bagdad. Expulsados los escudos humanos y ante la proximidad del aliento guerrero, apenas se superaba el medio centenar de “internacionales”. La Hermana María de la Luz, veteranos castigados del Vietnam, una superviviente somalí, un alemán indignado, activistas por la paz de Corea del Sur, arabistas solidarios... y el grupo de españoles. Un cuadro más variado del estereotipo imaginable. El encuentro fue frente al refugio de Al-Amirya, donde en 1991, durante la llamada primera guerra del Golfo, 408 civiles murieron cuando se protegían inútilmente de las bombas inteligentes de Estados Unidos. Aquella Tormenta del Desierto ya incluía el pack que a toda guerra se le supone: daños colaterales, acciones quirúrgicas y plomo fundido en forma de niños, mujeres y ancianos. Los planos del refugio construido durante la guerra entre Irán e Irak los vendió la empresa constructora finlandesa al Pentágono. Como ocurre en estos casos ningún responsable pagó la factura.

En el último instante, antes de subir al avión de Jordanian Airlines de regreso a Madrid, en el aereopuerto de Amán, uno de los madrileños decidió volver sobre sus pasos. Quedaban minutos. Belisario Sánchez, pintor y estanquero en Carabanchel, regresaba a Bagdad. Lo hizo escondido en un camión, por su cuenta y riesgo. Tuvo el tiempo justo para llegar y plantarse en la puerta de la Biblioteca Nacional con la Hermana María Luisa, para estar juntos, brazo con brazo, y ver como la muerte asolaba el segundo país con mayores reservas petrolíferas del mundo mientras los libros ardían.

“No lo pedimos sólo por solidaridad, no sólo por no marcar este principio de milenio con un inmenso crimen institucional, lo pedimos también porque esta en juego la convivencia futura en todos nuestros lugares de origen, porque creemos que es posible construir una sociedad civilizada en este mundo, si tenemos voluntad de hacerlo”. Era la advertencia que se había leído en el refugio de Al-Amiriya, en varios idiomas, por personas de distintos lugares del mundo. En representación de las millones que salieron a la calle en los cinco continentes contra de la guerra de Irak.

Casi 200.000 muertos después, el décimo aniversario de la invasión estadounidense se ha celebrado como es costumbre desde entonces. Sesenta y cinco personas muertas y 200 heridas en una serie de atentados por todo el país, en un sólo día. En estos diez años hay muchas más víctimas. Algunas tienen que ver con conceptos: ética, libertad, democracia, justicia y derecho son los más evidentes. Abu Ghraib, Guantánamo, Atocha, Londres o Diwaniya son algunos de los reclamos luminosos de la ignominia vivida desde entonces. Los culpables de los barros de hoy son en buena parte aquellos que sonreían en la foto, que ponían los pies encima de la mesa y que comían Doritos en un rancho de Texas. También las empresas y multinacionales que prepararon el catering. Diez años y unos días después, la mentira se instaló definitivamente entre las élites políticas, pero también la voluntad de muchos ciudadanos por transformar el estado presente de las cosas, con voluntad definitiva.


Escrito por

Jacobo Rivero

Periodista. Autor de 'Altísimo. Un viaje con Fernando Romay' y 'El Ritmo de la Cancha'. Otros en preparación. Voy donde puedo.


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